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    martes, julio 29

    Quedarse quieto es lo mejor

    Fotografía: missha


       En ocasiones resulta peligroso dejar la maceta, en otras regresar a ella, en unas cuantas: ambas cosas. Pero esta palabrería absurda necesita un asiento, daré un claro ejemplo.

       Por fin, un día, convencido de que el mundo se ve mejor sin una pantalla de por medio, me decidí a salir de casa. Por la noche regresé casi tan sobrio como me fui, a diferencia de mi padre que se hallaba diez veces más ebrio que cuando lo dejé. Había pasado la tarde -según es su costumbre- recordando las bellas épocas de su vida e intoxicándose con un maligno elixir llamado Tequila.

       Apenas crucé la puerta sus redes de nostalgia me atraparon, y no con agrado. Quienes no hayan presenciado a un sexagenario ebrio, o sobrio pero muy dicharachero, sentirán que hace falta una parte en mi relato; el resto, saben de qué hablaba mi padre. Me asusta creer que -como la mayoría de los que conozco- estoy condenado a recordar con dulce amargura los años de juventud, por esto sigo creyendo mejor desperdiciarla.

       Fue todo un espectáculo. Junto con el viejo estaban su compita y un gorrón. El compita, tras despertar de una reparadora siestecilla, comenzó a balbucear algo que solo el gorrón alcanzó a traducir: ¡Quiere calzonear*! nos aclaró. Me ofrecí amablemente -porque mi amabilidad va más allá del deseo de librarme de las añoranzas de viejo- para acompañar al susodicho compita hasta el sagrado recinto.

       Esperé largo rato a que el compita saliera de aquel lugar, baste con decir que leí el Génesis mientras tanto (y no es broma). Desde el interior no surgía ni un solo ruido, así que toqué a la puerta, apenas si hubo respuesta. Fui hasta donde mi padre y le comunique que su compita se había quedado dormido en el baño, más precisamente: sentado en el trono, todo un rey.

       Los gorrones son en el fondo una maldición muy útil. Todo el que es gorrón sabe que lo es, por ende siente una ligera culpa hacía su benefactor -¡gracias iglesia católica!-. Por lo que un buen gorrón está dispuesto a realizar tareas increíbles con tal de acallar su conciencia y de congratularse con el anfitrión. He visto gorrones malbaratandose en toda clase de eventos, alguna vez me hice acompañar siempre de uno; hoy día me hallo del otro lado. Pero tengan cuidado: (1) los que son amigos antes que gorrones nunca te salvarán de las tareas bochornosas. (2) quienes gorronean y no sienten la menor culpa, no son gorrones, son parásitos o genios.

       Lo que sigue es algo sobre lo que no quiero futuras preguntas, ¿quedó claro?

       Mi padre en su inmisericorde borrachera ordenó al gorrón que entrara al baño y sacara al compita, claro, no sin antes enfundarlo apropiadamente en sus pantaloncillos. Hubo murmullos, quejas y hasta insultos, pero cinco minutos después el compita abrió la puerta victorioso y con la camisa de fuera. El gorrón por su lado, se lavó las manos, y ya con la conciencia tranquila, se retiró.

       Hubo entonces que deshacerse del compita. Salimos a la calle los tres, tambaleándonos -yo de frío-, en busca de un taxi donde trepar al incómodo. Pero aun jovial, el compita corría a ocultarse atrás de los autos, como niño chiquito que no quiere irse del kinder y se esconde tras las macetas para no ser visto por su mamá. Lo perseguimos un par de veces, hasta que los pulmones -par de fumadores- nos lo impidieron. El compita empezó a dormirse recargado sobre un coche, lo cual aprovechamos para acercarnos, pero no muy cerca, pues nos dimos cuenta que lo que en verdad quería era orinar y no esconderse.

       Mientras vigilaba con un ojo al compita y con el otro buscaba un taxi libre, mi padre hablabame sin cesar, para mi era un sordo parloteo hasta que pronunció lo siguiente.

    Mi apá - Tú no me escuchas.

    Acá yo - Es que estoy cuidando que no se caiga Pablito.

    Mi apá - No ahora, sino siempre.

    Acá yo - ¡Mira, un taxi!

       Arrojamos al compita en calidad de bulto fermentado dentro del taxi. El chofer muy amable nos pregunto la dirección del inconsciente, así que sacudimos a este último para que tartamudeara su dirección, que al parecer el taxista sí comprendió. Cerramos la puerta y se fueron. Nosotros regresamos a casa. Mi padre fue directo a dormir, y yo a escribir esto.

       ¿Habrá llegado a su destino el compita? Seguro que sí, pero eso no significa que halla llegado a su casa. Parecía un buen tipo... no, la verdad no, es solo que tengo una empatía natural hacia los borrachos.




    *Evacuar el vientre, según la RAE.

    martes, julio 8

    Transmitiendo desde Oz

    Julio

    LuMaMieJue VieDo

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    Fotografía: cuppa tea


       Oz no es un país muy diferente, dudo incluso que sea un país. Hasta hoy solo he visto personas, si bien algo extrañas, aun no he visto ningún espantapájaros. El viaje fue algo turbulento, pero me dicen que siempre es así. Francamente, tenía un gran temor acerca del viaje aéreo. ¿No sería más seguro un bús?, sugerí en la agencia. No, no hay modo de llegar a Oz por carretera, me aseguraron. Y ¿cuento con seguro de viajero?, pregunté. Por supuesto, nuestro seguro cubre todo, a menos que usted sea una bruja, en ese caso... No, para nada, de bruja no tengo ni las verrugas, les aclaré.

       Aquí en Oz nuestra moneda es conocida como Mécsican Dolar, cosa curiosa. Tuve que cambiar mis billetitos que orgullosamente portan la efigie de Cuauhtemoc por otros color verde esmeralda que tienen un holograma del Gran Mago. Toda esta transacción solo para darme cuenta que aquí como allá, y en cualquier otro lado, el dinero vale lo mismo: nada. Bueno, quizá exagero.

       Luego del aterrizaje, abordé un carruaje e indiqué mi destino. ¿Al palacio, está seguro?, arremetió sobresaltado el chófer. Sin duda alguna, es allá donde está mi destino, por extraño que parezca, le expliqué, sé que está allá aun cuando no sepa cuál sea éste. Usted habla un dialecto muy extraño, concluyó sobre mí. Tras varios minutos e incontables giros (pues aquí, como en todo estado civilizado, se llega al lugar deseado por un trayecto espiral), se detuvo, descargó mi equipaje y me cobró. No quise parecer un vulgar turista, pagué y esperé hasta que se marchara para comenzar a preguntar a los lugareños dónde estaba el Palacio Esmeralda, ya que el sujetillo aquel me había dejado a las puertas del Palacio Marrón.

       Todos fueron muy amables explicándome como llegar al Palacio Esmeralda, aunque dudo que recordaran realmente dónde se encontraba, pues cada nueva consulta contradecía las anteriores. Que si a la izquierda, que a la derecha, que por allá donde se mete el sol, que cerca de ese cerro, de aquel otro. Cansado de indicaciones tan divergentes me trepé en otro carruaje: ¿adónde lo llevo? En espiral, cuadra por cuadra hasta que se acabe la ciudad, señalé claramente. No podía fallar, según recordaba, la ciudad estaba amurallada en sus límites.

       El primer recorrido de cualquier lugar es casi profético: te revela los detalles que conocerás, y oculta los que siempre permanecerán para ti en la oscuridad. Con todo, resulta imposible saber esto salvo excepción de ser una bruja o un profeta. Así miré el alameda central, el riachuelo muerto, el cafetín de oriente y, para suerte mía, el Palacio Esmeralda, que era más bien de un color verde mohoso.

       Mi recibimiento pasó sin abucheos ni fanfarrias, si bien me esperaban, mi visita era una más entre tantas, solo a mí me causaba exaltación. Firmé el libro de visitantes, y entonces noté que hacían apenas cinco minutos que había arribado Dorothea: mi corazón se paró -sí, ya sé que exagero. Uno de los mozos me ayudó a cargar mi maletón hasta la habitación asignada. Al pasar frente a la puerta del cuarto contiguo escuché los arañazos de un pequeño cachorro sobre la puerta: creo que estoy a una pared de la gloria.

    domingo, mayo 25

    El sentido de la Primavera

    Fotografía: Dey

    ¡Todo reverdece!



       Adjunto la bitácora del viaje.

       Sábado. 12:05:03 am.

       El navegante 003 realizó la siguiente observación:

       No, esto no ha pegado bien. Estoy en medio, atorado, ni aquí ni allá, o quizá me suceda lo que a aquél que dudando y dudando por fin se convenció de estar bien, de este lado que parece más ordenado, pero todo era tan perfecto, tan armonioso, que al instante supo sin duda alguna que todo aquello era un sueño y no más. En seguida despertó, cayendo invariablemente en la misma duda que me acongoja ahora. Pero, ¡qué va!, de eso hace ya muchos sueños.

       El navegante 002 en íntima reflexión apuntó:

       Hubo alguna vez un par de días muy amorosos, destinado a morir uno al nacer el otro, entre la noche de uno y la madrugada del otro lograron engendrar un pequeño limbo fruto de su pasión. En aquella burbuja, sin espacio ni tiempo, quedaron encapsulados tres bohemios amantes del buen vino y la buena hierbabuena. Su conversación se prolongó -como la ciencia indica que sucede en todo limbo- hasta el absurdo. Sin embargo, no quisieron quedarse en el vergonzoso silencio de la eternidad, prosiguieron charlando hasta atravesar los más inverosímiles vericuetos de la lengua. Con el tiempo -aun cuando hablar de tiempo no sea lo más correcto- se turnaron para satisfacer sus necesidades primarias, procurando que la plática no se extinguiera. Siempre había dos hablando, mientras el tercero o bien dormía, o cagaba, o se alimentaba. En aquel entonces -y vaya que es difícil precisar la existencia de un entonces- dos de los conversadores se enamoraron. El tercero asustado ante la posibilidad del mutismo que propician los besos resolvió jamás permitirles el privilegio de la intimidad, evitando así también el riesgo de la procreación, la cual además daría pie a una tertulia más extensa. Aunque, fue más bien el temor a un amor sin fin lo que provocó que ese par desistiera de su amorío.

       El navegante 001 en tremendo trance puntualizó:

       Yo chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo, y chupo... y la paleta, por cierto, pareciera que nunca se acabará.

       Fin de bitácora: Sábado 12:05:59 am.

    viernes, marzo 21

    Lost in Spanish


       Y bueno, he renunciado a la enseñanza del español (lengua por demás horrible), más bien, no, fui despedido, pues mi alumna regresó a su país natal. Pero aun quedan un par de anécdotas que anotar.

    Un día estaba enseñándole los números.


       -... y esos son tooodos los cardinales. Ahora los ordinales: primero, segundo, tercero... duodécimo... vigésimo... quincuagésimo noveno... centésimo... milésimo y ya, porque no me sé más.

       -¡Oh, mu' difícil!

       -No te preocupes, los ordinales casi nunca los usamos. Raras veces verás más allá del noveno.

       -For di president?

       -¿Ah?

       -For the president?

       -¡Ah! No, we don't count presidents! Only the first.

       -Mmm... ¿Benito Juárez?

       -No, he's not the first, the first is Guadalupe Victoria.

       -Mmm... ¡Oh! A woman!

       -¡Oh, no! He was only a strange guy with a strange name.


       Vaya, ¿qué tal que sí era mujer? Como La Manuela, o Mrs. Doubtfire, ¡o Mulán!




    Otro día, estaba mostrándole las partes de los animales.
    (Ji ji, “las partes”.)


       -... y ésta es la cabeza, y éstas son las patas, y éste el cuerpo, y ésta la cola.

       -¿Cola?

       -Sip, la cola.

       -Like Coca-Cola?

       -Ji ji ji, espero que no.

       -¿Aaah?

       -No.

    miércoles, marzo 12

    El que nace pa' maleta...



       Realmente el tiempo es breve, y no quiero abrumarlos con azotes innecesarios o con pegajosa melaza. Hoy toca una simple anécdota.

       Por razones que no alcanzo a comprender (ni ahora de madrugada, ni de día), llevo una semana enseñando español a una mujer japonesa. Ha sido interesante, y hasta divertido: cada día hallo un nuevo encanto en el español, pese a todos sus defectos y exageraciones (¿¡dieciséis conjugaciones!? ¡A quién se le ocurre semejante cosa!).

       El otro día, al llegar a su casa, me ofreció un vaso de refresco, a lo cual respondí cordialmente: no, gracias.

    (Sé que no he sido el mejor instructor, que no comprendo ni un ápice de la cultura japonesa, que incluso llego tarde y me retiro temprano, que mi salario no es bien merecido, y que me quejo cada vez que hago una pausa, pero creí que... bueno.)



       Inmediatamente, ella corrió hasta la cocina, regresó con un vaso, sirvió refresco dentro y me lo dio. Me limité a decir simplemente: gracias y a meditar sobre mi temprano, y más que necesario, abandono de la docencia.


    Hurtado de: kazukichi

    domingo, febrero 3

    Cada mes


    Febrero
       Lu Ma Mi Ju Vi Do    
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    Foto: true__confidence

       Todo iba bien. Fue solo una pequeña confusión. Con un poco más de tiempo me hubiera vuelto a orientar, y habría encontrado el camino a casa. Y no es culpa mía, cada que vengo, a estos jovencitos se le inventa cambiar los negocios, y eso es algo que confunde a cualquiera. Antes había cinco o seis tortillerías, hoy solo vi una, quizá el próximo mes que vuelva ya no habrá ninguna. Y ese jovencito llamando por teléfono, acusándome con Ana. ¡Qué si los patitos le tiran a las escopetas!

       A mi no me gusta ser una molestia, aun puedo ir por el mandado, sino diario, sí de vez en vez. Después de todo uno necesita cosas que los jovenes ya no compran, o que podrían abochornarlos. Además Ana no conoce a Doña Isabel, ya menos aun sabría sobre las veladoras para mis Santos. ¡Qué va a saber ella de Santos, si se la pasa viendo caricaturas! Me preocupa que su mamá nunca la lleve a la iglesia. Yo misma la llevaría, si mis piernas fueran más fuertes, si su madre no dejara de recordarme mi osteoporosis. ¡Vaya, palabreja! Los medicuhcos ya no saben que inventar para tenerlo a uno siempre en cama, todo modosito y sin hacer ruido, no fuera uno a molestarles con sus achaques.

       ¡Que más da! De cualquier manera uno aprende a estar cada día más callado, ya hay tan poco que decir, y tan pocos que lo oigan a uno. No importa, la verdad. Pero eso de prohibirme salir de casa cuando se me de la gana, ¡eso, eso, eso es...

       -Señora, -le gritó en el oído el administrador del lugar -Su nieta ya viene en camino por usted, estaba muy preocupada. No debería salir sola, pudiera perderse, o peor aun podrían asaltarla. No está usted en edad para estos trotes.

       ¿Y éste que sabe de edad, y de trotes? Pendejo empleaducho de tercera que no sabe nada más que sonreír. ¡Ahora finge preocuparse por mí! ¡Se nota que ni su madre le interesa! ¡Sí lo que quiere éste, como todos, es dinero, puro dinero! No le preocupa que me asalten, sino que no sea él quien se lleve el botín.

       -Creo que ya no escucha la señora- le comentó el administrador a una coqueta empleada de limpieza -y seguro no ve muy bien, me ha dicho varias veces "joven".

       El siguiente mes seré más cuidadosa, escaparé luegito Ana y su mamá salgan por la mañana, una sonrisa jugetona se delineaba entre sus arrugados labios mientras planeaba esto, así tendré tiempo de perderme y, aun así, regresar antes del atardecer.

    miércoles, enero 30

    El Germen de Mal Aguero.

    Fotografía: dimitridf


       Ya se lo conté, no tan bien como a ustedes, pero ella apenas si reaccionó, se limitó a abrir un poco más sus acaramelados ojos, y continuó comiendo. A las 6 de la tarde, justo cuando el sol anda rondando sobre el rinconcito de tierra en el que dormirá, si uno come ¿se considera cena temprana o comida tardía? La comida fue buena, bueno, no; la compañía era buena, bueno, tampoco; la atención era buena, bueno, más bien pésima. ¡Carajo, por más que me esfuerzo nada fue bueno! Y esto tampoco lo es. Así que mejor apretamos el paso (y solo el paso).

       Tras la comida, ella comenzó resolver el crucigrama del diario. Como detesto eso. Detesto aun más cuando despega por un segundo la mirada de la mesa para preguntarme qué pasa, y yo, más por pendejo que por amable, le digo que nada. En ese instante todas las moscas se burlan de mí, puedo oírlas, aunque se cubran la trompa con sus alas. Pero sobre todo detesto que un maldito germen de soya se incruste entre mis muelas so pretexto de salvar su vida. ¡Carajo, mi lengua no es tan persuasiva como creía! El germen se negó a salir.

       Cansado de luchar contra el germen del mal, me quede admirándola un rato, ella siempre tan diligente, tan afanada en resolver ese tipo de porquerías. Es tan linda, ¡pero basta!, basta de gastar alabanzas que jamás leerá. De pronto me estaba quedando dormido, con la mirada fija y la barbilla apoyada en una mano, cabeceaba como un gallo enfermo. Al regresar del sanitario me pidió que nos marcháramos, ya era algo tarde y estaba cansado de hacer sobremesa.

       Caminamos hasta el metrobús sin intercambiar siquiera un monosílabo, lo cual hubiera sido más agradable. Abordamos el transporte, había pocos asientos disponibles, así que nos separamos. Esto me dio oportunidad de dormitar con mayor cinismo.

    ¡Clap!



       El metrobús jaloneó, como si el conductor dudara de entre oprimir el freno o el acelerador. ¿Qué fue ese ruidito? De seguro le pegó a un carro, declaró un jovencito a mi lado. No, los autos suenan más crujientes. Y de pronto, por el radió de la unidad se escuchó que había sido una persona de la tercera edad, la cual se hallaba inconsciente pero aun viva, a la altura del Teatro Insurgentes, que la ambulancia ya iba en camino. Todos voltearon a verse entre sí, incluso ella me buscó. Luego hubo un leve suspiro y el metrobús se detuvo.

       Por supuesto no soy ningún patán, aunque tampoco un caballero (¡dios me salve!), así que me acerque a ella. ¿Para tranquilzarla? ¡Uy, sí! ¡Cómo tú le das tanta confianza! ¡Cómo si ella no fuera más fuerte que tú! ¡Qué yo! ¡Yo soy el cobardón! Eso fue, tenía miedo y busqué su refugio.

       Por fin llegó otro metrobus para rescatarnos, descendimos de el-culpable-atropella-viejitos y caminamos hasta el otro, pero a medio camino ella cruzó hacia la banqueta y me gritó:

       -¡Sabes qué, mejor tomo un taxi, nos vemos!

       El policía y yo, nos quedamos con cara de pendejos, aunque a él se le veía más natural. Abordé el metrobús salvador. Ahora, ya en casa, me doy cuenta que su reacción fue la mejor que pude haber esperado. Considerando que sus ojos, además de acaramelados, están tan desorbitados como la anatomía humana lo permite, entonces, su esfuerzo por abrirlos poquito más resulta completamente inaudito. ¡En serio le encantó mi relato! ¡De veritas lo nuestro es aun posible!

    ¡Qué importa un viejo muerto cuando un joven ama!



    ¡Ah, pero ese germen ahorita mismo se larga de mis premolares!

    martes, enero 29

    Destesto la Plancha del Zócalo

    Fotografía: ShutterCat7


       Por el contrario, adoro las calles y los callejones que pueblan el bien bonito Centro Histórico, maravilla de la falta de planificación, de la inocente mescolanza de estilos, y de los mexicanos a los cuales todo rinconcito que ven les parece buen lugar para un local comercial. Caminado entre tanta gente, entre tantas ganas de ser y tantos modos de creer lograrlo, uno se desvanece. No del todo, es cierto, siempre estamos para el mendigo que nos persigue maldiciendo nuestra tacañearía, o para el organillero que no mendiga, ¡claro!, tan solo cobra una módica moneda por conservar la tradición. Y así uno se muere de hambre, las tradiciones nos sobreviven y los organilleros embarnecen para cargar con mayor facilidad su organillo (sus "organillo").

       Como fuese, ahora les toca leer mi medio-métrico relato: Visita Guiada a el [Santa] Teresa. No, quiero decir: Un Paseo por el Centrico, o Las Visitadoras y Yo en el Centro. Bueno, el título es lo de menos, lo importante es que lo van a leer todo. Y no me pongan mala cara, desde aquí los veo fruncir el ceño. Yo bien que he leido todas sus historias, a cachos, y a marchas forzadas, pero todas. [¡Hasta los kilométricos postos de Gus!] Así que ahí les va, y no rezonguen:

       La verdad es que ya me dio pereza hacer un gran relato, resumiré. Fui al centrico, por trolebús; era tan silencioso el trolebús, bueno, lo fue hasta que un cantante se subió, pero cantó bien y hasta le cooperé (por mero gusto, no por presión social (porque la verdad ni cantó bien, pero sus canciones me llegaron)). Después, a buscar lo que fui a comprar, y, entre tanto, a mirar en los aparadores todos esos gadgets que no necesitamos, pero como morimos de ganas por tener. Y así por largo rato: ¡ah, que chido! ¡Yo quiero una de esas! ¿Por qué me sobran deseos y me falta el dinero, Señor? Dime por qué Virgencita de mi adoración, no fui hijo de Carlitos Slim. ¡Si hasta me parezco a él, con barriguita y todo!

       Tras las compras (que solo fue una, pero en singular no suena tan bien), decidí abordar el trolebús de regreso, aun cuando el metro estaba más próximo: el apacible trolebús me llamaba. Apenas si habíamos avanzado tres calles. Apenas si había notado que mi copasajera no estaba nada mal, además usaba lentes, cuando ¡chaz! (No, esperen, eso no es suficientemente descriptivo).

    ¡Chaz!
    (Esto se acerca más)



       El trole se paró en secó, así como las venidas en seco, y el vodka seco: ¡Auch! Todos nosotros, los inocentes pasajeros, siguiendo a pie juntillas la ley de la inercia fuimos arrojados: bien al piso, bien a los brazos del amable pasajero de enfrente, o, en el peor de los casos, contra el poco amable asiento de enfrente. Y luego, la conmoción.

       Creo que atropellamos a alguien. Se escucho un rumor, que al instante fue confirmado. La culpa la tuvo él, decían los pasajeros mientras señalaban hacia la calle. ¡No te vayas a escapar cabrón, nomás te bajas del trole y te parto la madre, puto!, gritaba desde afuera uno de los dolientes. ¿Cómo me voy a escapar, pendejo? repelaba el chofer. Que dejen de hacer tanto escándalo y llamen una ambulancia, susurró un señor a su señora, y su hija les aclaró que el chofer ya estaba llamando. ¡Que no lo ven con el celular en la oreja!

       Tras un poco de alboroto, nos dejaron descender del trolebús. No podemos retener a los pasajero, le explicaba un gendarme al chofer, ellos nada tienen que ver. De un instante a otro, caímos de la gloria del desastre a la infamia de la vida común. Había una chica que lloraba, y otra que temblaba y no soltaba la mano de su anciana madre. Yo encendí un cigarro, y caminé hacia el Metro.

       Que suerte la de éste, morir en la calle, atrasito de un puesto ambulante de películas porno piratas, en medio de la ciudad, en el carril de contra flujo, justo cuando, para su desgracia, iba un fulano que relataría su muerte con una pésima redacción. Ni siquiera supe su nombre, para el gendarme era un Z-386 ya controlado; más que controlado, tieso. Ni siquiera me atreví a mirarlo cuando pasé a su lado. Ya había un centenar de mirones ahí, qué hubieran podido aportar un par de ojos más.

       Esto lo guardaré hasta poder contárselo a ella. Creo que necesitamos nuevos y excitantes temas para nuestras conversaciones que cada vez son más monosilábicas. Luego se lo cuento a ustedes. Pensando ahora que la suerte del muerto ya no va a cambiar, y con una flatulencia atorada en el colon, me pregunto: ¿Qué habrá sido del conductor? Se veía tan buena persona, seguro a él le duró la más fama que a mí.