martes, enero 29

    Destesto la Plancha del Zócalo

    Fotografía: ShutterCat7


       Por el contrario, adoro las calles y los callejones que pueblan el bien bonito Centro Histórico, maravilla de la falta de planificación, de la inocente mescolanza de estilos, y de los mexicanos a los cuales todo rinconcito que ven les parece buen lugar para un local comercial. Caminado entre tanta gente, entre tantas ganas de ser y tantos modos de creer lograrlo, uno se desvanece. No del todo, es cierto, siempre estamos para el mendigo que nos persigue maldiciendo nuestra tacañearía, o para el organillero que no mendiga, ¡claro!, tan solo cobra una módica moneda por conservar la tradición. Y así uno se muere de hambre, las tradiciones nos sobreviven y los organilleros embarnecen para cargar con mayor facilidad su organillo (sus "organillo").

       Como fuese, ahora les toca leer mi medio-métrico relato: Visita Guiada a el [Santa] Teresa. No, quiero decir: Un Paseo por el Centrico, o Las Visitadoras y Yo en el Centro. Bueno, el título es lo de menos, lo importante es que lo van a leer todo. Y no me pongan mala cara, desde aquí los veo fruncir el ceño. Yo bien que he leido todas sus historias, a cachos, y a marchas forzadas, pero todas. [¡Hasta los kilométricos postos de Gus!] Así que ahí les va, y no rezonguen:

       La verdad es que ya me dio pereza hacer un gran relato, resumiré. Fui al centrico, por trolebús; era tan silencioso el trolebús, bueno, lo fue hasta que un cantante se subió, pero cantó bien y hasta le cooperé (por mero gusto, no por presión social (porque la verdad ni cantó bien, pero sus canciones me llegaron)). Después, a buscar lo que fui a comprar, y, entre tanto, a mirar en los aparadores todos esos gadgets que no necesitamos, pero como morimos de ganas por tener. Y así por largo rato: ¡ah, que chido! ¡Yo quiero una de esas! ¿Por qué me sobran deseos y me falta el dinero, Señor? Dime por qué Virgencita de mi adoración, no fui hijo de Carlitos Slim. ¡Si hasta me parezco a él, con barriguita y todo!

       Tras las compras (que solo fue una, pero en singular no suena tan bien), decidí abordar el trolebús de regreso, aun cuando el metro estaba más próximo: el apacible trolebús me llamaba. Apenas si habíamos avanzado tres calles. Apenas si había notado que mi copasajera no estaba nada mal, además usaba lentes, cuando ¡chaz! (No, esperen, eso no es suficientemente descriptivo).

    ¡Chaz!
    (Esto se acerca más)



       El trole se paró en secó, así como las venidas en seco, y el vodka seco: ¡Auch! Todos nosotros, los inocentes pasajeros, siguiendo a pie juntillas la ley de la inercia fuimos arrojados: bien al piso, bien a los brazos del amable pasajero de enfrente, o, en el peor de los casos, contra el poco amable asiento de enfrente. Y luego, la conmoción.

       Creo que atropellamos a alguien. Se escucho un rumor, que al instante fue confirmado. La culpa la tuvo él, decían los pasajeros mientras señalaban hacia la calle. ¡No te vayas a escapar cabrón, nomás te bajas del trole y te parto la madre, puto!, gritaba desde afuera uno de los dolientes. ¿Cómo me voy a escapar, pendejo? repelaba el chofer. Que dejen de hacer tanto escándalo y llamen una ambulancia, susurró un señor a su señora, y su hija les aclaró que el chofer ya estaba llamando. ¡Que no lo ven con el celular en la oreja!

       Tras un poco de alboroto, nos dejaron descender del trolebús. No podemos retener a los pasajero, le explicaba un gendarme al chofer, ellos nada tienen que ver. De un instante a otro, caímos de la gloria del desastre a la infamia de la vida común. Había una chica que lloraba, y otra que temblaba y no soltaba la mano de su anciana madre. Yo encendí un cigarro, y caminé hacia el Metro.

       Que suerte la de éste, morir en la calle, atrasito de un puesto ambulante de películas porno piratas, en medio de la ciudad, en el carril de contra flujo, justo cuando, para su desgracia, iba un fulano que relataría su muerte con una pésima redacción. Ni siquiera supe su nombre, para el gendarme era un Z-386 ya controlado; más que controlado, tieso. Ni siquiera me atreví a mirarlo cuando pasé a su lado. Ya había un centenar de mirones ahí, qué hubieran podido aportar un par de ojos más.

       Esto lo guardaré hasta poder contárselo a ella. Creo que necesitamos nuevos y excitantes temas para nuestras conversaciones que cada vez son más monosilábicas. Luego se lo cuento a ustedes. Pensando ahora que la suerte del muerto ya no va a cambiar, y con una flatulencia atorada en el colon, me pregunto: ¿Qué habrá sido del conductor? Se veía tan buena persona, seguro a él le duró la más fama que a mí.

    3 comentarios:

    Anónimo dijo...

    ha! bonito relato, bonito relato...ya ve? , ya ve?? ud lo describio mejor a que mi atorado y fatidico relato del tren ligero por el niño con el pie atorado sobre la via....

    morir ne pleno centro .... a algunso les pareceria muy "nais" ... para lso q viven en el centro, otro fulano mas aplastado.

    portese bien y muchas gracias por lo del otro dia... me pregunte: que se siente entrar en al historia de otro??" jajajaj
    weirdo no??
    Saludos y q san juditas le cuide!
    chau!

    Violette dijo...

    A mí lo que más me desagrada de la Plancha del Zócalo es que le llamen así. El lugar me gusta, pero eso de plancha me parece de lo más mamón que puede haber, lo cual me recuerda otro ánime FLCL en el que hay una plancha gigante en medio de la ciudad, ja!

    Si, los atropellados siempre son buen material posteable.

    Suerte don!

    Ed dijo...

    Oh!!! Buen relato Don B...

    Ha hecho bien en no mirar al muerto, el drama, la pena y el llanto son un drama un tanto desagradable y amargo al gusto... en especial por nuestra naturaleza empatica; ya nuestras vidas por si solas nos causan ronchas de estrés o terribles dolores de espaldas; mejor no vemos así podemos olvidarlo rápido o fingir q no paso...