jueves, mayo 29

    Historias que nunca se van

    Fotografía: Bossa


       Aquella noche llegué temprano, muy a mi pesar. Había sido un día tempestuoso, cientos de nubes deshinibidas mojaron la ciudad, y solo escapé de casa para empaparme los zapatos, después de lo cual solo quería sumir la cabeza en la almohada. Arrojé sobre la mesa tanto aparato que cargo conmigo y fui a la cama. Pero allí en el dormitorio estaba ella, sentada encima de una pila de periódicos viejos junto a la ventana, miraba la luna, con la barbilla apoyada en su mano derecha.

       -Creí que no te volvería a ver- la interrumpí -han pasado meses, supuse que todo había quedado bien entre nosotros.

       Ni siquiera se inmutó, cruzó la pierna y continuó observando por la ventana. En verdad era más bella de lo que recordaba, quizá solo era el resplandor de su nueva sutileza. Sus ojos de sapito parecían centellear remedando burlonamente a las estrellas. Jugaba con un cigarro en la mano izquierda, lo giraba, lo pasaba entre sus finos dedos y luego lo golpeaba contra su rodilla. Llevaba puestos esos pantalones que tan bien le sujetaban las nalgas. Estuve tentado a pedirle que caminara un poco para mí, mas me contuve al considerar que ella ya era de otro lado.

       -¿Sigues fumando Marlboro?- me recargué en el filo de la ventana -¿Quieres algo de beber?

       Se limitó a mostrarme su puño cerrado con el cigarrillo alzado entre el dedo medio y el anular. No podía dejar de admirarla, apesar de su nueva transparencia seguía resultándome un apetecible misterio. Ella permanecía embobada con la luna, yo con ella, y usted (si la suerte está conmigo) con estas letras.

       -Sé que no has venido solo para mirar por mi ventana; tampoco para que les trasmita un mensaje a tus padres, novios, hermanos o amantes; ya menos aun para que enderece mi camino y abandone la tacañería-, recobrada la calma, espeté -¿qué quieres?

       Pregunta más estúpida me fue imposible hacer. Como si ella ahora estuviera iluminada por Alá para responderme con la certeza que jamás tuvo. Como si su deseo ya no fuera más una mosca que revolotea enredándose en su propio camino, haciendo nudos insolubles de su espíritu. La próxima vez meditaré mi diálogo, monólogo pues.

       Ella se levantó, no se dignó a mirarme, y salió de la habitación murmurando con una espeluznante claridad: tú me mataste.