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    sábado, octubre 4

    Me gané sesenta pesos

    Octubre
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    Fotografía hurtada a: aloquita


    Y me sentí especial. A últimas fechas mi vida se balancea entre la haraganería y la desidia. Hay días en los que nunca amanece. No es la tristeza lo que me invade, ¡dios quisiera fuera ella!, pues de hecho me encuentro rebosante de alegrías. Hace días traigo un cuento atorado entre las amígdalas, las cuales nunca han gozado de un buena salud, y a cada rato andan inchándose, poniéndose rojas y excretando pus a los cuatro vientos. El doctor me aconsejó asistir a una sesión de la Iglesia Ecuménica de los Paupérrimos en los Últimos Días. Sospecho ligeramente de las intenciones de mi médico. Lo conozco hace tiempo, cuando solíamos ir juntos y de la mano a comprar las botellitas de mezcal que nos embriagaron durante la juventud. Nos separamos la triste tarde en que nuestro vinatero nos advirtió los riesgos de seguir bebiendo aquel elixir: pueden acabar mal, perder la vista o empezar a delinquir, mejor beban algo más mejor. No le hice caso, por supuesto, solo quería que gastáramos más en botellas de vidrio, con etiquetas de oropel y nombres de renombre grabados sobre la tapa. Después de todo no me hallo tan mal, al vinatero debe retorcérsele el hígado cada vez que me ve paseando por la calle. Porque dígame usted si no le resulta del todo envidiable este estado de parcial putrefacción y abandono del que goza un desempleado nunca antes empleado.


    viernes, junio 6

    Ya se enteró

    Fotografía: Ramon Meneses


    Que suena el teléfono.

    Que lo contesto.



       -¿Bueno?
       -Ya supe, puto, que andas con *******a.
       -¿Quién habla?
       -No me cambies el tema, pendejo. Tú bien sabías que yo aun quería con ella, y no me digas que no.
       -Pero...
       -¡Pero mis huevos, cabrón! ¡No hay ni un pinche pretexto que te salve de ésto! ¿Qué ya no te acuerdas que hace tiempo, hace un chingo, acordamos no volver a robarnos las viejas?
       -¡Ah! ¡Hola, ****!
       -¡Que te ahoguen las putas olas! Porque ni “aguas” me dijiste. Te abalanzaste sobre ella como perro hambriento, como si ella fuera el último vaso de agua en el desierto, perro inmundo. Tan siquiera me hubieras contado, tan siquiera me hubieras comentado algo. ¡Pero no! Todo lo hiciste en lo oscurito, abajo del agua, como negocio sucio. Si me enteré fue porque eres un borracho boquiflojo. ¡Apuesto que no sabes quién me contó!
       -Sin duda fue L**.
       Brotó un pequeño silencio, raquítico, malnacido, que pronto enfermo y heredo su trono a una furia lagrimosa.
       -¡Es que no mames! ¡Aun tenía esperanzas! Le estuve hablando bonito a últimas fechas, y ella no me hizo el feo. ¡Cuando me le insinué, ella me siguió el juego! ¡Y tú, culero -culerísimo-, me robaste el último chance!
       -No, bueno...
       -Cállate. Si tuviera más tiempo, si el trabajo, mi esposa y los niños no fueran tan absorbentes, ¡te juro, malparido imbécil, que iría hasta tu casa para romperte la madre, para arreglar esto como se debe!
       -Por cierto, ¿cómo están los chiquillos?
       -Mira que bien, aunque al mayorcito lo noto un poco amanerado, pero ya le estoy corrigiendo eso.

    martes, mayo 27

    La cruz de mi parroquia.

    Fotografía: aaflotante


       Hace un par de semanas pasé a visitar, más a fuerzas que de ganas, a mi padre (sí, ese mesmo que trepaba al cerro de su pueblo en menos de veinte minutos). Al llegar a mi casa nos encontramos con que mi tío y mi progenitor ya se había echado sus alcoholes encima (más mi tío que el otro, y no es que defienda a este último). Perdido seguramente en el torbellino de la embriaguez, mi tío no supo reconocerme. ¿Y este cabrón quién es? preguntó cariñosamente. ¡Qué no ves que es J***!, rugió mi papá. ¡Ay, no -mi tío se abalanzó sobre mí-, si no estás muerto, cabrón! ¡Ya decía yo que no estabas muerto, carnal! ¡En serio, discúlpame por todo lo que te hice! ¡Tú sabes que te quiero un chingo, pero un chingo, cabrón! Me abrazó con los ojos llenos de lágrimas y el aliento rebozante de alcohol, casi me embriago nomas de olerlo. De pronto interrumpió su hermano vociferando. ¡No seas pendejo, es mi hijo, cabrón! Mi tío se apartó de mí, me revisó con todo el detenimiento que su condición le permitía, y concluyó que sí, que era su sobrino, no su hermano, y que, de cualquier manera, me quería un chingo, porque pus somos familia.

       Llamarse igual que un pariente muerto: en ocasiones no tiene precio.

       Nomás por eso, ¡salucita!

    martes, mayo 13

    Me hacen falta personajes

    Fotografía: ooohoooh


       Por decir algo, podría contar las historia de mi vecina, esa que se embarazó a los veintitantos, hace veintitantos años, o la de su hija que creció sin padre, o que más bien adoptó a su abuelo como padre, y a su abuela como madre, y a su madre como tía. Su abuelo era un buen padre, borracho de viernes, contador de lunes a jueves, mandilón de toda la vida. Su abuela era una madre estricta, venida de Morelia hace más de medio siglo, huía en aquellos días de la vergüenza de entregarse a un hombre sin el consentimiento de la santa iglesia. Ella sabía lo que hacía, al menos así se lo confesó a su hermana cuando una semana antes le llamó por teléfono diciéndole que pronto llegaría a la ciudad, que le consiguiera un cuartito barato donde comenzar su nueva vida. Su hermana se lo contó todo a su marido, que en aquel entonces era un hombre opulento. Él la tranquilizó, a la familia nunca se le abandona, dijo con voz firme, se quedarán con nosotros mientras dios me dé vida. Dios consideró aquello una afrenta. Tres semanas después, la nueva viuda lloraba desconsolada abrazada del féretro. Su cuñado, otro viudo, se acercó hasta ella para consolarla, para susurrarle al oído durante nueve días que tener un hombre joven en casa no era conveniente, podía prestarse para habladurías. Sin ninguna cortesía, aun escondida bajo el luto, desalojó a sus recientes inquilinos. Meses después las habladurías llegaron de todas formas: el hermano del difunto se aprovechaba de la débil viuda, aunque esto no era del todo cierto pues la viuda cada día se veía más recuperada de la pérdida. En pocos meses aquella casa experimentó tremendas guerras intestinas entre los hijos de ambos viudos, que para acabar eran primos entre sí. Fueron tan explosivos los enfrentamientos, que una de sus mejores amigas hizo intervenir al cura para que arreglasen sus diferencias, como se dice hoy en día. La solución que el padrecillo propuso vaciló entre la inocencia y la estupidez: vivir así en pecado genera toda clase de conflictos aledaños, lo mejor era que se casarán. Y así se hizo cuando aun la tierra del difunto no estaba apisonada por el tiempo. Aquella boda fue la gran fiesta, el derroche desmesurado llevó alegría a toda la colonia, excepto a los hijos del nuevo matrimonio, que ahora eran verdaderos primos-hermanos. Mientras los novios se enlazaban, su hija mayor se escabullía con un don nadie, quien más tarde -y que no se diga que dios no consiente a los imbéciles- llenaría sus bolsillos, y sus cuentas bancarias, gracias al intento fallido de convertirse en diputado. Pero hoy, ya no me apetece hablar de política.