martes, septiembre 23

    Microbús IV

    Fotografía: loborroso


       Aquél era un día infernal, digno de un milagro vaticinado. Hacía horas que me encontraba apretujado entre un montón de zutanas y fulanos, enclaustrado en el caparazón inclemente de un microbús, atascado en medio de mil autos en una de las humeantes arterias de la ciudad. Meditaba acerca de nada, mi cabeza estaba sometida bajo el yugo de los hedores que el calor hacía emerger de mis congéneres, cualquier idea por brillante que fuera hubiera terminado sofocada por aquella situación que hacía parecer al averno un mero pozole tibio. Cada gota de sudor que patinaba sobre mi frente, contrario a su función natural, solo lograba enardecer mi enfado. Mi alma crepitaba con vehemencia, como una súplica a la iracunda diosa de la desesperación. Por fortuna, el constante aroma a gasolina y óxidos de carbono conseguía apaciguar todo conato de trifulca, suicidio u homicidio. La mirada se escabullía entre las rendijas que dejaban los cuerpos apiñados, buscando ansiosa un respiro de consuelo, aunque fuese la esperanza de una brisa al mirar por el parabrisas. Fue entonces que noté al chofer sumergido en cierto trance del que ahora poco puedo explicar, al instante siguiente se levantó sobre su propio asiento y habló.

       -Por razones de seguridad, que pronto le serán claras, hemos decidido, amables pasajeros, que esta unidad debe ser desalojada lo más pronto posible. Sin ninguna duda su dinero les será devuelto en el transcurso de los próximos días, como marca la ley.

       Hubo quejas y rechiflas, pero impasible, el carirredondo conductor convenció a todos para que acataran el mandato antes expuesto. No se detuvo ante ningún reclamo, no hizo caso a las amenazas, ni prestó atención a las múltiples ofensas que varios le recitaron a todo pulmón. A mí, con verle los ojos vacíos de cordura me bastó para descender sin gemir la menor queja.

       Apenas la última señorita bajó del vehículo, el chofer tomó asiento, apagó el motor y el tremendo armatoste en un parpadeo redujo sus dimensiones hasta alcanzar un tamaño inapreciable para la ramplona vista humana. El pequeño grupo de evacuados, someramente maravillados por lo ocurrido, pero en general más preocupados por la puntualidad, se disgregó entre los automóviles varados, tomando cada quién su propio rumbo. Por mi lado, busqué la tienda más cercana, moría de sed.

       Semanas después, y como obrado por dios, encontré en uno de los rincones de mi buzón un diminuto sobre, el cual apenas podía retener en su interior las tres moneditas de un peso que un tal Pável remitía para mí, según indicaban unas minúsculas grafías en su exterior. Éste es precisamente el motivo para escribirle, no únicamente para elogiar la honestidad de sus empleados, sino para compartir con usted la alegría de saber que aun hay en el mundo gente honrada y decente.

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