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    domingo, noviembre 23

    O

    Fotografía: KhayaL


       El problema es que uno lo piensa mucho. Porque a fin de cuentas pensar es eso: hacerse pendejo. Los que no piensan son pendejos, los que pensamos solo nos hacemos pendejos, he ahí la diferencia que nos hace a todos iguales. Así es:

       Uno va por la calle y, de pronto, sin deberla ni temerla, somos víctimas de una injuria. Nos volvemos y respondemos con otra injuria, ¡no!, mejor acabamos todo eso a punta de golpes, ¡mejor aún!, a cuchilladas, es más, sacamos el plomo y ¡a ver qué hidesureputísima se nos vuelve a cruzar enfrente! Pero no, nada de esto hacemos, porque hacer eso es de bárbaros, de palurdos e ineptos que no reconocen otra ley que la de los puños.

       Está bien, lo indicado es dialogar con el agresor y así limar las asperezas, porque el diálogo es la vía, es el camino al monólogo. Pues segurito el hideputa aquel es un hijo de perra bravucón y deslenguado, y apenas abramos la boca lanzará sus colmillos sobre nuestra yugular. Ni la pena vale hablar con semejante animal, concluimos.

       Pero bajar la cabeza ante tal engendro, ¡nunca! ¡Que ni en presencia del mismísimo dedo de dios me inclinado! Porque nuestra sapiencia nos ha dado algo que a los brutos les fue negado: la soberbia. Así que levantamos nuestra cabeza sobre las nubes, avanzamos lento pero con paso seguro, y hacemos como si ninguna injuria hubiese sido lanzada sobre nosotros. Porque, ¡qué importan las palabras, los golpes, la ruina, cuando uno no es amo y señor de sus propias pasiones! ¡Nada!

    viernes, junio 27

    Mañana es cualquier día

    Fotografía: aaflotante


       Él no era un monstruo, solo no sabía despedirse de aquel lugar: huyó. Después de todo así llegó, en plena huida de sí mismo. Ahora se iba, según el mismo presumía, en busca de sí mismo. Cuando menos ahora conocía mil vericuetos de la lengua por dónde retorcer su presunta búsqueda. Sabía que no llegaría lejos, que los sueños con los años se apagan y la terquedad con el tiempo se arraiga.

       Era hora de conocer el mundo, hacía mucho se había convencido de esto, era momento de departir el pan con los demás -como si no lo hubiese hecho antes, aun cuando no se hubiera dado cuenta. Creyó se trataba de un momento especial, que tenía su destino en las manos, que podría moldearlo como panqué, mera ilusión suya. Seis años solo para aprender que en ningún lugar los límites son claros, pero que nada es del todo obtuso: filosofía del poquitero.

       Arrojó el cigarro, caminó por aquellos largos y estrechos pasillos, en los que nunca hizo amistad alguna, en los que jamás discutió ninguna teoría fundamental, en los que ni siquiera meditó con alguna rigurosidad. Pasó como una sombra, más bien como un espectro, presisamente: como una burla sobradamente gris. Aquel no era su sitio -nunca lo quizo como suyo-, lo sintió desde los primeros días, pero también supo que no resultaría fácil abandonarlo. ¿Cómo dejar de respirar ese vaho de pedantería, soberbia y galantería sabia que no tiene igual? La muerte antes que la ruina de una vanidad insulsa -que no todas las vanidades son insulsas.

       Se lavó las manos, trantado de olvidar toda su irresponsabilidad. El agua jamás podría librarlo de esa culpa, ya siendo muy viejo continuaba aburriendo a su parentela con la cantaleta aquella de que la pereza y la desidia son las peores enemigas de la vida, de no haber sido por aquel par maligno -decía rabiando- quizá hubiera sido un Heráclito, un Hume, un Hegel, ¡un Jean Paul Sartre! Pero todo cae por su propio peso, o será, querido amigo Aristóteles, que sucede así porque las cosas ansían alcanzar su lugar natural.

       Salió para no volver, aunque más bien exageró. Imaginó la escena mil veces, dos mil, para ser exactos: una en que el mundo lo recibía lleno de glorias y alegrias, de abrazos y recompenzas injustificadas, en la que todo era fiesta y resplandor; la otra, no más probable que la anterior, consistía en una lluvia de escupitajos divinos, de ofensas humanas y de burlas inhumanas. Nada de esto sucedió.

       Nada extraordinario: nada. Llegó hasta el camión sin despertar la menor sospecha, ni en el público ni en dios, de que aquello era una vil deserción. Ya sentado, se sonrió, pícaro, convencido de que todo en el mundo es una reverenda broma mal contada, se contuvo para no vomitar una carcajada tal que podría haber mancillado la seriedad de este hemisferio tan respetable. Tan solo suspiró un jiji sorosado.

    domingo, abril 13

    Me pone de malas

    Fotografía: Orfield Photography

    Intento #2



       Me purga -¡pero me encabrona de veras!- que me digan que desperdicio mi vida. ¡Chingá! Si hacer lo que quiero [¡aunque no sepa ni qué putas quiero!] es desperdiciar mi vida, pues sí: ¡Me encanta desperdiciar mi pendeja vida! ¡Chingada madre!