domingo, noviembre 23

    O

    Fotografía: KhayaL


       El problema es que uno lo piensa mucho. Porque a fin de cuentas pensar es eso: hacerse pendejo. Los que no piensan son pendejos, los que pensamos solo nos hacemos pendejos, he ahí la diferencia que nos hace a todos iguales. Así es:

       Uno va por la calle y, de pronto, sin deberla ni temerla, somos víctimas de una injuria. Nos volvemos y respondemos con otra injuria, ¡no!, mejor acabamos todo eso a punta de golpes, ¡mejor aún!, a cuchilladas, es más, sacamos el plomo y ¡a ver qué hidesureputísima se nos vuelve a cruzar enfrente! Pero no, nada de esto hacemos, porque hacer eso es de bárbaros, de palurdos e ineptos que no reconocen otra ley que la de los puños.

       Está bien, lo indicado es dialogar con el agresor y así limar las asperezas, porque el diálogo es la vía, es el camino al monólogo. Pues segurito el hideputa aquel es un hijo de perra bravucón y deslenguado, y apenas abramos la boca lanzará sus colmillos sobre nuestra yugular. Ni la pena vale hablar con semejante animal, concluimos.

       Pero bajar la cabeza ante tal engendro, ¡nunca! ¡Que ni en presencia del mismísimo dedo de dios me inclinado! Porque nuestra sapiencia nos ha dado algo que a los brutos les fue negado: la soberbia. Así que levantamos nuestra cabeza sobre las nubes, avanzamos lento pero con paso seguro, y hacemos como si ninguna injuria hubiese sido lanzada sobre nosotros. Porque, ¡qué importan las palabras, los golpes, la ruina, cuando uno no es amo y señor de sus propias pasiones! ¡Nada!

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